17 Junio 2015



En aquella misma hora Jesús se regocijó en el Espíritu”
Lucas 10:21





El Salvador era “varón de dolores” (Isaías 53:3), pero toda mente que haya examinado en detalle ha descubierto el hecho de que, profundo en lo más íntimo de su alma, carga el inagotable tesoro del gozo purificado y celestial. Entre toda la raza humana nunca hubo un hombre que tuviera una paz más profunda, pura o perdurable que nuestro Señor Jesucristo. “Por lo cual te ungió Dios, el Dios tuyo, con óleo de alegría más que a tus compañeros” (Hebreos 1:9). Su inmensa benevolencia debe, desde la misma naturaleza de las cosas, haberle dado el más profundo deleite posible, pues la benevolencia es gozo. 


Hubo unas pocas ocasiones extraordinaria cuando ese gozo se manifestó a sí mismo. “En aquella misma hora Jesús se regocijó en el Espíritu, y dijo: yo te alabo, oh Padre, Señor del Cielo y de la Tierra” (Lucas 10:21).

Cristo tenía sus canticos, aunque era de noche para Él, aunque su rostro estaba desfigurado y su semblante había perdido el brillo de la felicidad terrenal. A pesar de eso, algunas veces estaba encendido con un incomparable esplendor, por una satisfacción sin paralelo, cuando pensaba en la recompensa del galardón y cantaba su alabanza a Dios, en medio de la congregación. Acá, el Señor Jesús es una bendita imagen de su Iglesia sobre la Tierra. En esta hora, la Iglesia camina en compasión con su Señor a lo largo del espinoso sendero; a través de mucha tribulación forja su camino a la corona. Cargar la cruz es su oficio, y ser despreciada y tenida como una extranjera para los hijos de su madre, es su suerte y, aun así, la Iglesia tiene un pozo profundo de gozo del cual nadie puede beber sino sus propios hijos. 


Hay depósitos de vino, aceite y trigo ocultos en medio de nuestra Jerusalén, de los cuales los santos de Dios se mantienen y nutren eternamente, y algunas veces, como en el caso de nuestro Salvador, tenemos nuestros momentos de intenso deleite. Aunque seamos exiliados, nos regocijamos en nuestro Rey, si, en Él nos regocijamos en extremo, “Alzaremos pendón en nombre de nuestro Dios” (Salmo 20:5).


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